25 feb 2011

JACQUES VACHÉ. 1896-1919 de André Breton

La strelitzie en los dedos, el mismo espíritu remonta caminando con cuidado el curso de los años de la «última» [1] guerra, el cuerpo de frente y la cara de perfil. En absoluto abstencionista, luce un uniforme admirablemente cortado y, para colmo, cortado en dos, uniforme en cierta manera sintético que es, por un lado, el de los ejércitos «aliados», y por el otro el de los ejércitos «enemigos» y cuya superficial unificación se obtiene con gran refuerzo de bolsillos exteriores de claros correajes, de mapas de estado mayor y de apretados nudos de foulards de todos los colores del horizonte. Pelirrojo, los ojos «llama muerta» y la mariposa glacial del monóculo completan la intencionada disonancia continua y el aislamiento. La negativa de participación es lo más completa posible, bajo la cobertura de una aceptación formal llevada al extremo: todos los «signos externos de respeto», de una adhesión en cierta manera automática a lo que el espíritu puede llegar a considerar más insensato. Con Jacques Vaché ni un grito, ni siquiera un suspiro: los «deberes» del hombre, que toda la agitación del momento empujan hacia el «deber patriótico» desafían incluso la objeción, que sería, a sus ojos, una concesión excesiva. Para encontrar el deseo y la fuerza de oponerse, había que manifestar una mínima participación. A la deserción centrífuga en tiempo de guerra, que nunca perderá para él un algo de descolorido [2], Vaché opone otra forma de insumisión que podría llamarse la deserción del interior de uno mismo. Ya no es el derrotismo a lo Rimbaud de 1870-71, es una actitud de indiferencia total, hasta el punto de no servir para nada o más exactamente de deservir con aplicación. Actitud individualista por excelencia. Se nos presenta como el mismo producto, el producto más evolucionado en aquel momento, de la ambivalencia afectiva que pretende que en tiempo de guerra, la muerte ajena se considere mucho más libremente que en tiempo de paz y que la vida del ser se haga mucho más interesante en la misma medida que la del conjunto es mucho menos protegida. Existe ahí un retorno al estado primitivo que se traduce por termino medio en la reacción «heroica» (el superego calentado al rojo vivo consigue obtener del ego su desistimiento, el consentimiento a la pérdida) y, en los casos excepcionales la exacerbación de las tendencias egoístas, que dejan de poder transformarse en tendencias sociales, por la imposibilidad de encontrar el fermento erótico apropiado (el ello vuelve a dominar como en el caso de Ubu o del buen soldado Schweik). Un superego de pura simulación, verdadera joya del género, que sólo es considerado por Vaché como ornato: una extraordinaria lucidez confiere a sus relaciones con el ello un aspecto insólito, voluntariamente macabro, de lo más inquietante. De estas relaciones brota incesantemente el humor negro, el Umor (sin h) de acuerdo con la inspirada ortografía a que recurre, el Umor que tomará en él un carácter iniciático y dogmático. Al primer golpe, el ego está sometido a una dura prueba: «He escapado, dice Vaché, por bastante poco... A este retiro. Pero me resisto a morir en tiempo de guerra.» Se matará poco después del armisticio. «En el momento de terminar este estudio, escribe Marc-Adolphe Guégan en La ligne de coeur (enero de 1927) recibo de una persona digna de confianza una declaración escalofriante.» Parece que Jacques Vaché dijo varias horas antes del drama: Moriré cuando quiera morir... Pero entonces moriré con alguien. Morir solo, es demasiado aburrido... Y preferentemente con alguno de mis mejores amigos.» Estas palabras, añade Guégan, hacen menos verosímil, lo reconozco, la hipótesis del accidente, sobre todo si se piensa que Jacques Vaché no murió solo. Uno de sus amigos fue víctima del mismo veneno aquella misma noche. Cuando se descubrió que ya no existían, parecían dormir uno junto alotro. Pero aceptar que esta doble muerte fue consecuencia de un proyecto siniestro, es hacer horriblemente responsable al difunto. Provocar la denuncia de esta «horrible responsabilidad» fue, con toda seguridad, la suprema ambición de Jacques Vaché.

Anthologie de l’humour noir. 1940


[1] La otra, entendámonos. (Nota del autor)

[2] Referencia al «palotin» de Alfred Jarry.

[Cartas de guerra, precedido y seguido de cuatro ensayos de André

Breton, editorial Anagrama, traducción de Carlos Manzano]