Cuando las
palpitaciones del deseo imponen su ritmo al pensamiento, y cuando ese
pensamiento se estrella contra lo exterior, los objetos, que siempre bailan su
propia canción, proyectan siluetas en las paredes de esa habitación en llamas
en la que jamás estaréis a salvo.
Es necesario pues temer
a los objetos, desconfiar de su inmovilidad como del primer truco del diablo.
Porque primero hacen crecer a vuestro alrededor una niebla que avanza
velozmente hasta unificarlo todo, y porque aunque al principio esa niebla os
parece suave al tacto, al poco tiempo se convierte en una urna sellada en la
que salta a la vista que os encontráis a su merced.
Yo puedo asegurar
por experiencia que cuando se ha completado este círculo de amor, cuando no
existe en el mundo otra cosa que ellos, vosotros y la tierna niebla, los
objetos aprovechan para volcar su mercurio en la mirada, y vuestros oídos
sangran y vuestras pupilas se vuelven verdes como esos pequeños cristales que,
pulidos por el mar, reflejan el sol en las orillas de las playas atlánticas.
Entonces sí que estáis
derrotados. Así que desconfiad de los objetos. Ese es mi consejo definitivo. Sobre
las llanuras de la mirada una corriente de aire congelado circula y se quiebra.
Desconfiad siempre, porque la noche de los objetos es inabarcable, está
blindada a la luz y en ella habita el sentido último de la inmovilidad.